A ver si me doy de baja de mi propia mente, porque no entiendo nada. Antes apenas pensaba en el sexo y mucho menos se me ocurría hacer nada al respecto. Tres chicos en tres fiestas en cuatro años: Casey Miller, que sabía a perritos calientes; Dance Rosencrantz, que se dedicó a hurgarme en la camisa como si fuera un cubo de palomitas en el cine, y Jasper Stolz, en octavo curso, porque Sarah me obligó a jugar al juego de la botella. Todas las veces me quedé con una sensación de pez borrón total. ¡Nada parecido a lo de Heathcliff y Cathy, a Lady Chatterley y Oliver Mellors, al señor Darcy y Elizabeth Bennet! Desde luego, siempre me ha atraído la teoría del Big Bang de la pasión, pero como algo teórico, algo que sucede en los libros que puedes cerrar y volver a dejar en la estantería, algo que puedo desear mucho en secreto pero que jamás imagino sucediéndome a mí. Algo que les ocurre a las heroínas como Bailey, a las chicas de bandera que siempre son protagonistas. Pero ahora me he vuelto loca, me dedico a besar todo lo que puedo llevarme a los labios: la almohada, los sillones, los marcos de las puertas, los espejos, siempre imaginando a la única persona que no debería imaginarme, a la persona a la que, según prometí a mi hermana, jamás volvería a besar. La única persona que me hace sentir un poco menos asustada.

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